Cuando disfrutamos mucho de algo que estamos haciendo, y estamos realmente a gusto, solemos decir que estamos como pez en el agua, o en nuestra salsa. Hubo un tiempo en que cierto misterioso personaje concentraba la atención de los nuevos integrantes de una brigada de cocina: El salsero, o saucier, teniendo en cuenta que el francés se imponía entonces. Este maestro solía trabajar separado del resto, uno que yo conocí llegaba varias horas antes que los demás, o se quedaba después de hora en la madrugada; imposible conocer sus recetas. Estaba, literalmente, en su salsa.
A veces vemos en la cocina a novatos que, por presumir, miran de reojo como Cristiano Ronaldo a las cámaras, y cortan a gran velocidad una cebolla mirando con languidez al horizonte y esperando aplausos. Se olvidan que la base de todo cocinero es la pericia en la elaboración de salsas, materia que debería estar en la primera página de los cursos de cocina. Las salsas aportan gusto, aroma, textura y color al plato. ¿Quién no recuerda a alguna tía, madre o abuela, que, dedo gustador en ristre, se destacaba por alguna salsa que daba identidad a sus guisos? Su secreto era bien conocido: elaborar mil veces el mismo plato con su toque personal. Por supuesto que en la organización de las cocinas profesionales, con brigadas muy reducidas, es muy difícil contar con un especialista, un saucier. Pero ello no es excusa para utilizar solamente salsas industriales, sin personalidad. ¿Será que ya no se les da la importancia que merecen? Viendo la presentación de algunos platos, con, por ejemplo, un timbal de arroz al norte, unos brotes de soja al este, 4 cubos sancochados de cordero al oeste, y una “lagrima” seguida de tres puntos suspensivos de una salsa insípida al sur (no es fantasía, sino la fiel descripción de un plato que me sirvieron hace unos días en cierto restaurante), está claro que se perdió el respeto por las salsas.
En la etimología, leemos que la palabra salsa proviene del latín salsus, participio del verbo sallere (poner en sal), que viene a indicar aquel alimento que es salado debido al empleo de condimentación con sal en su elaboración. Los primeros documentos escritos donde se menciona a las salsas son de la época romana, cuya salsa básica era el garum, elaborada con intestinos de pescados, especialmente caballa (apreciaban mucho las provenientes de Tarragona), marinados en salmuera y fermentados al sol. En el conjunto de recetas conocido como De re coquinaria, de Marco Gavius Apicius, se la menciona con frecuencia, aunque el término empleado (liquanum) no hace distinción entre salmueras, marinadas, o zumos ácidos. Nada extraño, si en la actualidad, es habitual observar que los consumidores de la llamada comida callejera, añaden grandes cantidades de salsas industriales, mayonesa, mostaza, kétchup, y la mar en coche a los alimentos que engullen. Es más, llaman salsa, sin el mínimo atisbo de diferenciación, al aderezo, el condimento y la salsa.
En los últimos años vi, con alarma, la negligencia con que se elaboran los caldos, esencia de toda buena salsa. Está escaseando la cualidad esencial de todo cocinero: la paciencia. Un buen caldo se logra cociendo lentamente distintos ingredientes, cárnicos y/o vegetales, para extraer todo el sabor posible, luego se cuela, se reduce o se concentra. Los fondos resultantes servirán para distintas sopas, salsas o guisos. Cada maestro cocinero puede darle un sabor especial, auténtico, que jerarquice cualquier plato. Todo lo contrario de los sabores industriales, estandarizados, sin identidad. Está claro que vale la pena perder unos minutos más, y elaborar nuestras salsas según las reglas del arte culinario, y nuestra impronta personal. Hace unos años, una clienta habitual de mi restaurante Morriña, me encargaba cada dos domingos 10 porciones de cazuela de mariscos para llevar a su casa. Así por varios meses, llegaba la señora y su marido y disponíamos la mercadería en una gran y bonita paellera. Un día que vinieron a cenar, los voy a saludar y el señor no puede contener la risa. Finalmente, me cuentan lo sucedido: Cada dos domingos invitaban a amigos, familiares, y clientes de su laboratorio, a almorzar. El plato principal: la cazuela de mariscos de la dueña de casa. Todo fue bien hasta que una de las comensales, poco cuidadosa con el protocolo, exclamó: “está riquísima, me recuerda a la salsa de Morriña”. Me apené por la buena señora, pero reconozco que me sentí gratificado desde lo profesional.