Hace unos años, en el frente del Museo Nacional de Bellas Artes, donde hay valiosas pinturas donadas por el orensano Ramón Santamarina, vi un gran panel con la silueta de Macedonio Fernández, tres gorros de cocinero y un huevo frito. Y en letras enormes el titulo de uno de los cuentos cortos del indescifrable escritor que promocionó Borges desde la admiración personal. No puedo eludir la tentación de compartir estas líneas con el lector: “Hay tres cocineros en un hotel; el primero llama al segundo y le dice: «Atiéndeme ese huevo frito; debe ser así: no muy pasado, regular sal, sin vinagre»; pero a este segundo viene su mujer a decir que le han robado la cartera, por lo que se dirige al tercero: «Por favor, atiéndeme este huevo frito que me encargó Nicolás y debe ser así y así» y parte a ver cómo le habían robado a su mujer. Como el primer cocinero no llega, el huevo está hecho y no se sabe a quién servirlo; se le encarga entonces al mensajero llevarlo al mozo que lo pidió, previa averiguación del caso; pero el mozo no aparece y el huevo en tanto se enfría y marchita. Después de molestar con preguntas a todos los clientes del hotel se da con el que había pedido el huevo frito. El cliente mira detenidamente, saborea, compara con sus recuerdos y dice que en su vida ha comido un huevo frito más delicioso, más perfectamente hecho. Como el gran jefe de fiscalización de los procedimientos culinarios llega a saber todo lo que había pasado y conoce los encomios, resuelve: cambiar el nombre del hotel (pues el cliente se había retirado haciéndole gran propaganda) llamándolo Hotel de los 3 Cocineros y 1 Huevo Frito, y estatuye en las reglas culinarias que todo huevo frito debe ser en una tercera parte trabajado por un diferente cocinero”. Y hablando de huevos, también reparó Macedonio en las sartenes en otro relato breve: “Empieza una discusión cualquiera en una casa cualquiera pues llega un esposo cualquiera y busca la sartén, ya que él es quien sabe hacer las comidas de sartén y ésta no aparece. Crece la discusión; llegan parientes. Se oye un ruido. Sigue la discusión. Se busca una segunda sartén que acaso existió alguna vez. El ruido aumenta. Tac, tac, tac. No se concluye de esclarecer qué ha pasado con la sartén, que además no era vieja; se escuchan imputaciones recíprocas, se intercambian hipótesis; se examinan rincones de la cocina por donde no suele andar la escoba. Tac, tac, tac. Al fin, se aclara el misterio: lo que venía cayendo escalón por escalón era la sartén. Ahora sólo falta la explicación del misterio: el niño, de cinco años, la había llevado hasta la azotea, sin pensar que correspondiera restituirla a la cocina; al alejarse por ser llamado de pronto por la madre, después de haber estado sentado en el primer escalón de la escalera, la sartén quedó allí. Cuando trascendió el clima agrio de la discusión conyugal, la sartén, para hacer quedar bien al niño, culpable de todo el ingrato episodio, se desliza escalones abajo y su insólita presencia a la entrada de la cocina calma la discordia. Nadie supo que no fue la casualidad, sino la sartén. Y si es verdad que puede haberle costado poco por haber sido dejada muy al borde del escalón, no debe menospreciarse su mérito”. Sin duda, los humildes objetos que se encuentran en una cocina, pueden ser protagonistas en una pieza literaria, al pasar por el tamiz, la imaginación del artista. Pero volviendo a Ramón Santamarina, resulta que el club de futbol de Tandil que lleva su nombre ascendió y sigue militando en la División Nacional B de la AFA. Pocos sabrán que el nombre de la institución (Club y Biblioteca Ramón Santamarina) recuerda a un inmigrante nacido en Orense, llegado con una sola moneda de oro en el bolsillo a Buenos Aires en la época de Rosas. Lo precedía una historia triste: nacido en una familia adinerada, su padre, capitán de la Guardia del rey, dilapidó la fortuna familiar y fue persuadido de suicidarse a raíz de aventuras amorosas con damas de la Corte, algo que hizo al pie de la Torre de Hércules, frente a su hijo Ramón, a la sazón de 7 años de edad. Las deudas acumuladas y la muerte de su madre, dieron con los huesos del niño en un convento, de donde, con la complicidad de un fraile (que le regala la moneda de oro), huye y se embarca a Buenos Aires. Aquí trabaja como pinche en la zona de Barracas, a donde arriban las carretas de la campiña, se sube a una de ellas y trabajando como peón de estancias, al poco tiempo tiene sus propias carretas y comercia con el ejército y el Estado Argentino. Un cargamento de cuero destinado a la zona de Crimea, en guerra, le da la primera suma importante. Crimea esta nuevamente en guerra, Ramón se suicidó al igual que su padre, pero dejando una fortuna a su prole, y un retrato suyo de Joaquín Sorolla que intenta inmortalizar, junto a otros monumentos, la figura del indiano. Algunos, en ambas orillas del mar, siguen haciéndose millonarios especulando, o aprovechando contactos políticos. Los huevos fritos siguen requiriendo una buena dosis de amor y atención de los cocineros para deleitar los paladares.
Huevos rellenos con panceta.
Ingredientes: 6 huevos, 50 gs de panceta ahumada, 1 cebolla de verdeo, perejil, vinagre, mayonesa, sal y pimienta.
Preparación: Cocer los huevos 12 minutos, enfriarlos y pelarlos. Cortar por la mitad y retirar la yema. Picar la panceta y dorar junto a la cebolla de verdeo bien picadita. Mezclar en un bol con las yemas, mayonesa, las gotas de vinagre, la mayonesa, sal y pimienta. Con una cuchara rellenar los huevos, espolvorear perejil picado y servir.
Nota: nota publicada originalmente en “Galicia en el mundo”.