Con los ojos abiertos como lunas, ella caminaba horadando la arena con los pies inquisidores, respirando profundamente el aire intenso de la noche. Caminaba lentamente, dejando huellas a conciencia en la playa desierta, intentando comprender el susurro de las olas inquietantes invadiendo su camino indeciso. Intuía palabras de una lengua olvidada en el murmullo oceánico que la incitaba a un sueño reparador, a cambiar de rumbo e internarse barca vencida en el inmenso y húmedo lecho. Sintió un leve malestar, un regusto amargo debajo de la lengua, el corazón rebelde latiendo al compás del movimiento marino, súbito mareo y miedo a ceder a tanta tentación. Se concentró en sus pies, hundiéndolos más profundamente en la arena. Su larga cabellera peleaba con el viento envolviendo su rostro, y sus pensamientos se alejaban del cuerpo frío, como espíritus pugnando entre las nubes y el mar para seguir siendo libres. Recuerdos inoportunos la fastidiaban, debilitaban su fuerza de guerrera innata. El pasado se presentaba como una muralla inexpugnable ante su avance sinuoso, y el futuro se parecía demasiado a la imagen de un gladiador saludando al César antes de la lucha mortal. Por un instante pareció ceder, y se dejó envolver por los cantos de sirena que llegaban del oscuro útero que ofrecía el agua turbulenta, seductora como un néctar divino escanciado por un viril Ganimedes. Tropezó con una caracola abandonada, y un hilillo de sangre se esparció en la playa. Un rayo fatal demolió su memoria, y recogiendo escombros recordó su nombre, su voz, sus caricias y sus besos, la última mirada y la sal de sus palabras. Una lágrima asomó y se encogió en las sombras, esperando que la espuma del mar la envolviera como un abrazo cálido y definitivo. Desea dormir, no pensar, en definitiva ser mar y dejar que la luna la observe, y la incite a copular con la arena en ciclos de amor interminables. Recuerda, sin embargo, que en esa misma playa fue feliz jugando de niña a escapar de las olas como una precoz y esquiva amante. Y sonríe, apenas lo suficiente para iluminar la noche y levantarse despacio. Avergonzada de haber compartido sus miedos con la noche, se encamina resuelta, ahora al encuentro del sol que seguramente la espera detrás de los médanos. Pronuncia su nombre, y el aroma inconfundible de su piel devuelven el brillo a sus ojos ansiosos por despertar del sueño.
(del libro inédito «La sangre que llega al río»,de Manuel Corral Vide, ilustración de Alicia Rodríguez))