Todos hemos oído alguna vez la frase “los libros no muerden”, y algunos nos convertimos en apasionados lectores. En las cocinas de antaño era común encontrar en la brigada algún integrante analfabeto, yo mismo logré que 2 ayudantes se decidieran a ingresar a cursos de alfabetización, lo que les permitió progresar en la profesión, y mejorar su calidad de vida. Eran tiempos en que el de cocinero era considerado un oficio como albañil, electricista o pintor de brocha gorda. Pero en la actualidad, en que se emiten títulos de chef en cursos teóricos de 2 años, y los alumnos tienen estudios secundarios como mínimo, se supone que el hábito de la lectura está bien arraigado. Sin embargo no es así, sigue siendo pertinente recordar de tanto en tanto que, efectivamente, “los libros no muerden”. Los mismos libros de cocina suelen contener, salvo excepciones, más imágenes que texto. Entiendo que no están destinados a las repisas de la cocina, para ser materia de consulta, sino para ser ostentados en la biblioteca, con el nombre del chef “en letras de oro”. La mayoría de estos libros costosos no incursiona en la historia de la gastronomía.
Hace un par de semanas, ofrecí una conferencia organizada por el MEGA (Museo de la Emigración Gallega en Argentina), sobre la “influencia de la cocina gallega en la gastronomía argentina”. Se hicieron presentes historiadores, museólogos, escritores, músicos, y muchos interesados en el tema. Pero, ante la pregunta de rigor, comprobé que entre los asistentes no había ningún cocinero, ni estudiantes (a pesar de comprometer varios de ellos su asistencia).
No me extrañó, claro. Muchos colegas, docentes en escuelas de cocina, comprueban el poco interés que hay por la historia de la gastronomía de parte de los alumnos, la mayoría de los cuales no saben responder quién fue Escoffier, Marie Antoine Carême o Martínez Montiño, mucho menos Bartolomeo Scappi o Guillaume Tirel, llamado “Taillevent”, autor de “Le Viander” y, posiblemente el primer cocinero en gozar de privilegios similares a los de un caballero en la Corte real francesa. Sin duda, desconocen que la historia explica el presente; incursionando en ella entendemos por qué el mundo que nos rodea es como es, y cómo ha llegado a ser así. Emilia Pardo Bazán escribió: “Cada época de la Historia modifica el fogón, y cada pueblo come según su alma, antes tal vez que según su estómago. Hay platos de nuestra cocina nacional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma o un sepulcro”. Por más moderno que sea un plato, siempre tendrá una historia y un presente que la honra o la distorsiona. El pasado no muere, está presente, define a toda una sociedad, y es deber conocerlo para cimentar nuestro futuro, sin alucinar con cantos de sirenas. ¿Cómo puedes amar a tu propia cocina si no sabes cómo se originó, que influencias tuvo, qué impronta dejaron en la memoria colectiva ciertos platos, productos, modos de elaboración? El verdadero cocinero se nutre, no de la imitación, sino de las lecciones de la historia, escudriñando en el quehacer de sus predecesores. La historia, escribió Felipe Pigna, también sirve para no volver a cometer los mismos errores que se cometieron en el pasado y para recordar las situaciones buenas y malas que fueron formando la cultura, la forma de ser, la historia de nuestro país. El pueblo que se siente orgulloso de su cocina, la identifica y la promueve, destaca por su fuerte identidad.
La UNESCO considera Patrimonio Cultural Inmaterial, incluyendo la gastronomía, “los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas, junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes, que las comunidades, los grupos y, en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural”. Ahora bien, ¿cómo se hace para salvaguardar, difundir y promover nuestro patrimonio cultural gastronómico, desconociendo la historia? Ya en muchos países se incluyen en los programas de estudio la difusión y la enseñanza de dicho patrimonio, las recetas tradicionales, los productos, y la importancia de la comida como elemento socializador, que acepta culturas distintas y une en una misma mesa a todos por igual. Estas enseñanzas, que se impartían de manera natural en el seno familiar, y están ausentes por imposición de estilos de vida que nos deshumanizan, y niegan, en muchos casos, la posibilidad de compartir los aromas y sabores que nos identifican, deben retomarse desde la escuela, ser, de alguna manera, materia esencial del conocimiento que deben adquirir los niños y niñas. Claro que, si los mismos cocineros que hoy tienen la posibilidad de acceder a los medios de comunicación, siguen pensando que los “libros muerden”, y se limitan a ofrecer shows intrascendentes, malabares e ingenios para distraer al “soberano”, estamos literalmente en el horno de la ignorancia, a punto de caramelo para ser conejillos de Indias, y alimentarnos en el futuro cercano con pildoritas de colores.
Y hablando de ignorancia, alguien, cocinero para más datos, me dijo, para justificar, con poco tacto, que no iba a concurrir a mi conferencia, que estaba muy interesado en la cocina argentina, pero no en sus influencias externas. Me pareció inoportuno recordarle las enormes y beneficiosas influencias que recibieron las cocinas española, francesa, italiana, mexicana, peruana, por citar solo algunas. Pensará el buen hombre, me dije, que se puede aplicar la teoría de la “generación espontanea” a la cocina. Si hubiera leído, en Wikipedia, sin ir más lejos en la biblioteca, sabría que fue una falsa teoría basada en creencias de la Antigüedad, descripta por Aristóteles, y refrendada por Descartes, Bacon y Newton. Pero refutada definitivamente por Pasteur al postular la ley de la “biogénesis”, que establece que todo ser vivo proviene de otro existente. Y, me permito añadir, todo plato se basa en otro anterior. O, para ser más preciso, toda receta es recreación de otra anterior. Y cada cosa tiene su historia. En realidad, el 100% de los platos considerados de bandera, son de autor anónimo, y autenticados a lo largo de los años por el mismo pueblo donde se originaron. Tan excepcional es el invento absoluto en cocina, que Brillat-Savarin pudo afirmar que el descubrimiento de un nuevo manjar contribuye más a la felicidad del género humano que el descubrimiento de una estrella.
En fin, insisto, leer también es esencial para los cocineros. Aprender las diversas técnicas, cocinar, cocinar y cocinar. Y luego leer. No tanto recetarios, ya que hay millones de recetas a un click, por la Internet. Sí biografías de grandes cocineros del pasado, historia de los alimentos y la gastronomía en general, literatura, hasta poesía (la mejor receta del caldillo de congrio la escribió Neruda en verso). El conocimiento de procedimientos antiquísimos, modos, costumbres, el ingenio ante grandes carencias, sirve en algunos casos para bajarnos los humos, la soberbia de hombres y mujeres posmodernos, poseedores de avanzadas tecnologías, al comprobar que en lo básico poco y nada nuevo hay sobre los fuegos. O tal vez sí: ausencia del toque personal en cada plato, uniformidad en las elaboraciones a nivel planetario. Imitación como norma. Mi modesta opinión es que los cocineros, orgullosos del oficio, debemos ser, antes que nada, custodios de la memoria colectiva, después alquimistas de aromas y sabores, luego artistas de lo visual. Los libros no muerden, alimentan tu imaginación, iluminan el camino. En cuanto a la Historia, Cervantes la definió en su Quijote, diciendo que es “émula del tiempo, deposito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir…” Si alguno la califica de aburrida, e innecesaria, seguro está distraído y se le quemará el guiso.